
No recuerdo mi primer
cigarro. El primero de verdad, quiero decir, no uno de aquellos que te daban en
la comunión de tu prima ante la sonrisa permisiva y un tanto achispada de tus
padres, y que consumías con la elegancia de un chimpancé con una trompeta. Es
curioso, porque sí soy capaz de acordarme de la primera vez de muchas otras
cosas, entre las que se incluyen lo que todos estáis pensando y también
asignaturas suspendidas, visitas al dentista y piedras en la conciencia. Ahora
que se acerca el final, me resulta extraño haber traspapelado entre el desorden
de mi memoria el origen de una relación que me ha acompañado durante demasiados
años como una novia ligera de cascos, sin la que crees que no puedes sobrevivir aún
sabiendo que sólo te traerá problemas. Así que, dada la trascendencia del
momento, he decidido inventarme un recuerdo hecho a medida, una imagen
idealizada de aquel primer encuentro bajo un barniz de premonitoria ingenuidad.
De verdad que me gustaría profundizar en este
pensamiento, perderme sin prisa en cada detalle e interpretar el misterio de
medusas que el humo dibuja antes de perderse para siempre. Pero la prudencia me
obliga a guardar silencio, no vaya a ser que este cigarro que sostengo entre
los dedos tan sólo sea el penúltimo.